Eva María
Medina (Madrid, 1971) es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad
Complutense de Madrid. Autora del libro de relatos Sombras (Editorial Groenlandia, 2013), y coautora de Generación Subway Breve Vol. I (Playa de
Ákaba, 2014). Ha obtenido diversos premios literarios por sus cuentos, que han
sido publicados en distintas revistas literarias, españolas y latinoamericanas,
y en diversas antologías. Relojes muertos
es su primera novela.
«En esta novela Eva María Medina teje una
urdimbre compleja en torno a unos personajes que desde el principio se nos
antojan tan cercanos como nosotros mismos, logrando una especial amalgama entre
la realidad y la locura y arrastrándonos inevitablemente en el torbellino de la
existencia del protagonista, marcada por la esquizofrenia, pero también por el
anhelo de buscar un motivo que justifique y dé sentido a su azarosa y
atormentada vida.
Una obra excelente que nos adentra en los
tortuosos caminos de la locura, en los vericuetos de las vidas atroces de unos
personajes, de inabarcable y tumultuosa complejidad, marcados por la tragedia y
empeñados en liberarse de sus tribulaciones personales.
Eva María Medina construye esta prodigiosa
novela con una prosa escueta, concisa, sin alharacas ni elucubraciones, que
huye de la escritura previsible y de falsas erudiciones, pero que es hasta tal
punto eficaz que nos mantiene en vilo durante la lectura de esta novela corta
pero no menos apasionante, tan personal, tan infrecuente, tan literatura en
estado puro.»
(Extracto
del prólogo de Juan Manuel de Prada)
PREGUNTAS:
—Para empezar, Eva, me gustaría darte la
enhorabuena por tan notable novela, que me ha sorprendido de manera muy grata
por tu conocimiento de la psique humana. ¿Por qué un protagonista esquizofrénico?
¿Qué motivación tuviste a la hora de crearlo y de confeccionar la trama de tu
novela?
—Muchas
gracias por tus halagos, Enrique. A mí el tema de la locura siempre me ha
interesado. Muchos de mis relatos —como «Tan frágil como una hormiga seca» y
«Ser el otro»— comparten esta misma obsesión. Me preocupaba, y sigue
preocupándome, esa línea tan fina que existe entre cordura y locura, lo fácil
que es traspasarla y verse al otro lado. Me inquieta el sufrimiento de los
enfermos mentales, el rechazo social, lo difícil que es la convivencia con
ellos, el ostracismo al que la propia enfermedad y la sociedad los retrae, la
frustración del que quiere ayudar y no sabe cómo…
Para
conseguir meterme en la piel del personaje principal, y de algunos secundarios,
para crear personajes verosímiles, tuve que documentarme sobre las enfermedades
mentales, en especial la esquizofrenia. Me fueron de gran ayuda ensayos como Sobre la locura de Fernando Colina o Genio artístico y locura. Strindberg y Van Gogh de Karl Jaspers,
donde su autor desarrolla un estudio comparativo de las trayectorias vitales y
artísticas de Strindberg, Swedenborg, Hölderlin y Van Gogh, incluyendo una
indagación estricta sobre las relaciones entre locura y creatividad artística.
Sin embargo, fueron los libros de ficción que abordaban este tema los que más
me influyeron. Grandes novelas como El
atestado de J.M.G. Le Clézio, Mi alma
en China de Anna Kavan, Huida a las
tinieblas de Arthur Schnitzler, Sophia
de Colin Thubron, Delirio de David
Grossman, Inferno de August
Strindberg, Alguien voló sobre el nido
del cuco de Ken Kesey, Delirio de
Laura Restrepo, y Tierra de David
Vann.
Estas y
otras lecturas me acercaron al problema subrayándome aspectos de su psique
comunes en estos enfermos: sus alucinaciones (sobre todo auditivas), el
desdoblamiento que pueden llegar a sufrir, su relación directa con un ser
superior, que suele ser Dios, llegando incluso a sentir a ese ser superior
dentro de ellos («Una especie de religión se ha creado en mi interior», nos
cuenta el narrador protagonista de Inferno
de Strindberg). Alteraciones en la percepción: objetos que se trasforman y
les hablan, «una farola canta» en Inferno;
«el blanco, al moverse, se animaliza. El negro se negrifica» percibe Adam, el
personaje principal de El atestado de
Le Clézio, el cual también escucha «el murmullo de una caída vecina de motas de
polvo, en alguna parte debajo de un mueble.» Se creen víctimas viviendo un
destino prefijado; carteles, señales, anuncios o sueños predicen su destino.
Reciben malos o buenos augurios. A veces se sienten dirigidos por otra persona.
El loco, al igual que el alcohólico, tiene momentos de una afinada cordura,
pero también sufre embotamiento. Manía persecutoria, vértigo, mareos, angustia,
insomnio, obsesiones, miedos, premoniciones, ansiedad, ira, tendencia a
discutir, violencia y desinhibición (se impone el inconsciente, rompiéndose el
encorsetamiento civilizatorio) suelen formar parte de su vida.
El
psiquiatra y ensayista Fernando Colina en su libro Sobre la locura nos explica:
«En su
polo esquizofrénico, en cambio, es el temor al contacto con el otro, vivido
como invasor y maléfico, lo que le arrastra a la soledad pasiva y al desinterés
por el mundo. Pero también el esquizofrénico puede reaccionar en sentido
contrario, cuando a veces se agita y se disocia en una vertiginosa movilidad
que no encuentra motivación».
—¿A qué dificultades te enfrentaste para
escribir tu Relojes muertos?
—A la
dificultad de escribir una historia sobre un enfermo mental se unía la de
escribir mi primera novela, en primera persona, y cuyo personaje principal es
del sexo contrario. Hubo momentos de desaliento, cuando el material se iba
acumulando y me costaba dar sentido y coherencia al texto.
—El título es maravilloso, permíteme que te
lo diga, muy acertado y contundente… Tras leer la novela, reconoces el porqué
de este título, pero ¿podrías explicárselo a nuestros lectores, con el fin de
darles un incentivo para leerla?
—Gracias,
Enrique. El título, Relojes muertos, está estrechamente relacionado con la
temática principal del libro, la locura. Los locos son esos relojes que ya no
funcionan aunque les demos cuerda. Pero también hace referencia a esas personas
que, tras sufrir grandes tragedias, están muertos en vida.
Además,
genera un campo semántico amplio en la novela —como la historia del viejo que
habla al reloj de pared, los cuentos que el protagonista se inventa, una
pesadilla sobre una redada de relojes…— que ayuda a crear esa idea de universo
cerrado.
—¿Te cuesta mucho encontrar un título que
merezca la pena para tus obras? ¿Qué proceso sigues para llegar a dar con el
adecuado?
—Sí, me
cuesta. No sigo ningún proceso, surge de un modo natural una vez que estoy
involucrada en la historia. En Relojes muertos el título surgió de una escena
que luego solo insinué. Escena en la que Herminia le cuenta al protagonista que
durante su última visita a su hijo al psiquiátrico, este estaba tan ansioso por
arreglar el reloj que heredó de su padre —intentándole dar cuerda para que
funcionase—, cuando el mecanismo de su mente estaba mucho más averiado. Esa
escena fue una especie de revelación que alumbró el título.
—Cuándo comenzaste –mejor dicho- cuando
gestaste la idea en tu mente, ¿fue una imagen, una idea…? ¿Qué fue lo que te
indujo a escribir esta novela?
—Fue una
idea la que hizo germinar un relato que, una vez acabado, siguió dando vueltas
en mi cabeza. Por ello, decidí desarrollar la historia con mayor profundidad.
—A lo largo del proceso de su escritura,
¿tuviste que enfrentarte alguna vez con la tan temida página en blanco, que a
los escritores nos atormenta en ocasiones?
—Por
supuesto. Muchas veces es el miedo lo que nos provoca ese bloqueo; el miedo a
no escribir bien, a no ser bueno… Pero si lo haces sin analizar lo que estás
escribiendo a cada momento, puedes sacar ideas, alguna frase buena… Lo demás ya
se irá moldeando. El proceso de la escritura es lento y requiere mucha
paciencia.
—¿Cuál fue el proceso que seguiste a la hora
de plantearla y de escribirla?
—Aunque
suelo tener claro el principio y el final de cada historia, en el acto de
escribir se va desarrollando la trama y van surgiendo bifurcaciones por las que
nunca hubiera pensado que caminaría. Esto es lo mágico de la escritura, los
descubrimientos que vas haciendo a medida que te adentras en la historia. En
Relojes muertos hice la estructura capítulo a capítulo, aunque fue más un
trabajo de escenas y de ir uniendo las piezas de un puzle intrincado.
—¿Qué te costó más tiempo y esfuerzo:
estructurarla y escribirla, o corregirla?
—No
podría decirte, es difícil deslindar el entramado. Afronté las tareas
preliminares: documentación, elección del tono general, del narrador y el punto
de vista. Trabajé el texto durante años. Lo dejé reposar un tiempo. Lo retomé
de nuevo; mes tras mes, año tras año, hasta dejar de ver errores. Creo que
cuando el autor ya no puede hacer nada más por el texto debe, humildemente,
poner el punto final. Pero esto cuesta mucho porque nunca estás satisfecho.
Cuando relees la novela, pasado un tiempo, siempre descubres errores y piensas
en las mejoras que podrías hacer. «Para las verdaderas novelas», estima John
Gardner, «no hay sustitutivo de la maduración lenta, muy lenta», y yo opino que
esta es la única manera de abordar un proyecto serio.
—Más adelante te preguntaré por tus libros de
cabecera, los que siempre llevas contigo; pero noto cierta influencia kafkiana
en tus escritos. Mucha de tu producción literaria tiene que ver con lo onírico,
con alucinaciones extrañas de los personajes, con esa parte oscura que tenemos
los seres humanos… ¿Es cierto que muchos de tus escritos se ven influenciados
por el autor checo?
—Sinceramente
no lo sé, me resulta muy difícil analizar lo que escribo o del modo que lo
escribo. Si muchos de mis escritos, como tú lo consideras, se ven influenciados por Kafka, es totalmente
inconsciente. Es uno de mis autores predilectos porque la esencia de su
literatura está muy ligada a mis preocupaciones más íntimas: incomunicación,
soledad, alienación… Confieso que cuando, en mi adolescencia, leí por primera
vez a Kafka, algo en mi interior se quebró. Me zambullí en esa zona fronteriza
entre el sueño y la vigilia; y en ese mundo inhabitable, incomprensible, me
sentí desvalida, desorientada. El dolor, el desespero, la frustración de sus personajes
los hice míos. Ahora, cuando releo sus relatos, estos siguen removiéndome. Solo
la gran literatura puede hacerlo, y Kafka lo hace, y de qué modo.
—Eres autora de relatos, de hecho, todos tus
libros publicados han sido de relatos hasta esta primera novela, que no deja a
nadie indiferente, ¿te costó mucho dar el salto de la narración corta a la
novela?
—Me costó
adaptarme a la disciplina de trabajo que requiere la escritura de una novela.
Tienes que dar lo mejor de ti mismo, relegar muchas cosas para dedicarte con
intensidad al proyecto. No solo por ser mi primera novela sino también por mi
carácter —perfeccionista y extremadamente exigente— fui muy autocrítica. Tenía
que escribir la mejor novela que mi talento y trabajo me permitiesen.
—¿Te has preguntado alguna vez qué puede
aportar tu literatura, tu arte, a la sociedad, incluso a la propia vida? Porque
todos escribimos por vocación y siempre queremos que el lector se entretenga,
pero también queremos que nuestros escritos remuevan, de alguna manera, algo en
las vidas de los lectores…
—Deseo
que mis libros remuevan al lector, porque la buena literatura lo hace, y quiero
escribir buenas historias. Sobre la aportación de mis relatos a la sociedad,
nunca me lo he planteado. Si te soy sincera, no tengo muchas esperanzas de que
la literatura vaya a transformar nada, soy bastante escéptica al respecto;
puede que haga reflexionar a algunas personas. Si escribo es porque necesito
contar lo que me abruma, y la escritura es la mejor medicina que conozco.
—¿Cómo los imaginas, a tus lectores?
‒Me los
imagino muy parecidos a mí; gente activa, con aficiones culturales, creativos,
idealistas…
—Como te adelanté anteriormente, te haría
esta pregunta. ¿Cuáles son tus libros de cabecera, los que más te han
influenciado y con los que más has aprendido en este noble arte de la
literatura?
—Muchos,
quizá demasiados. Don Quijote de la
Mancha de Miguel de Cervantes. El
castillo, La metamorfosis y El proceso de Frank Kafka. El ruido y la furia, y Mientras agonizo, de William Faulkner. La náusea de Jean-Paul Sartre. Rayuela y Los cuentos completos, de Julio Cortázar. Y cualquier novela de
L.N. Tolstói, F. Dostoyevski, Virginia Woolf, Clarice Lispector, Miguel de
Unamuno, Albert Camus, Bohumil Hrabal, Sándor Márai, Heinrich Böll, Thomas
Bernhard, Albert Cohen, John Cheever…
—¿Y tus autores favoritos, los que podrías
considerar maestros en tu carrera literaria?
—Miguel
de Cervantes, Frank Kafka, William Faulkner, F. Dostoyevski, L. N. Tolstói,
Virginia Woolf, Clarice Lispector, Marcel Proust, Miguel de Unamuno, Sándor
Márai…
—Ahora que has dado el salto a la novela, y
sabiendo que tu producción literaria no para, ¿en qué estás trabajando
actualmente?
—Estoy
escribiendo una novela sobre el alcoholismo. Intento adentrarme en la mente de
un alcohólico, hacerme las preguntas desde dentro del personaje, y
contestarlas, o intentar hacerlo, dejando puertas abiertas para que el lector
libremente las cruce.
—Muchas gracias por tu tiempo, Eva. Deseo y
espero que el éxito siempre te acompañe y vaya en aumento… Sé que será así, no
tengo ninguna duda.
—Gracias
a ti, Enrique, te agradezco el entusiasmo con el que has leído mi libro.
Además, ha sido un placer contestar a tus preguntas.